La cárcel del
viernes. 5 de Octubre de 2018
Por Ingrid Odgers
Se abre la puerta
tras pulsar el citófono. Te acompañan a una oficina de dos escritorios. Un
gendarme saluda y te pide la cédula de identidad, las gafas, el llavero y el
celular. Tomo mi bolso, mi bufanda y voy a la puerta, el gendarme que espera de
pie en el dintel me conduce hacia una puerta enorme con chapa y rejas, entras y
otro gendarme recorre tu cuerpo con el detector de metales, luego es otro
gendarme quien te acompaña a cruzar la puerta de control que suena si llevas
algún metal no detectado en revisión anterior. Se abre una puerta, también
enorme y gruesa, con las llaves que lleva otro gendarme. Subes la escalera te
recibe el director del Liceo de la cárcel, charlo y bebo un vaso de agua, es
una charla agradable y extensa. Un interno joven te lleva a la sala de clases,
al caminar lo grato se desvanece, las paredes son verdes y descascaradas, se
siente un olor agudo a cocina. Te indican la sala, el escritorio del profesor
es café descascarado, las mesas de los alumnos internos están grises rayadas,
el paisaje es desolador, al menos- pienso- desaparece el molesto olor a cocina
y a encierro. Hay dos alumnos al interior, nos presentamos, hablamos, les
pregunto por la caja de materiales, uno se ofrece a buscarla donde el encargado
de biblioteca el suboficial Pérez Yañez.
Converso
animadamente con Cristián, mi primer alumno, me cuenta detalles del taller
anterior, mientras se corre la voz que he llegado. Recibo la caja, retiro cada
material. Busco la lista estándar de asistencia. No se encuentra. Tomo un
papel, indico nombre y firma, llegan más alumnos, los saludo y pasan a tomar
asiento, los hago firmar. De gota a gota, llenan la sala. No dejan de
conversar. Son hiperactivos, con una gran ansiedad inquietante e
indescriptible, son acelerados y preguntones. Están felices, algunos muy
extrovertidos, otros muy reservados. Charlamos. Nos hemos dado la mano y la
mutua bienvenida.
La cárcel del
martes.
Por Ingrid Odgers
Se repite la rutina
de ingreso. Cristián, el joven interno me acompaña a la sala de clases. Esta
vez no está el ambiente cargado de olor a cocina, ese tufillo como a comida
rancia que se impregnaba fuerte el viernes pasado. Me instalo frente a la mesa
de trabajo la caja de materiales la deja Cristián encima de la mesa, ¡voy por
la otra señorita! dice animoso. Los alumnos rodean la mesa, son como tres o
cuatro, los que llegan primero, saludan alegres, me llenan a preguntas, qué
cómo he estado, que me recordaron el fin de semana, que están muy contentos
conmigo…los miro con cariño y agradezco sus palabras. Un alumno me dice ¿puedo
ver la caja?, la abro y digo claro que sí, son solo materiales, dime qué
quieres que te preste y apunta tu nombre en una hoja. Después de revolver
literalmente la caja toma un block y unos lápices, me pregunta ansioso: ¿puede
prestármelo señorita? Por supuesto, pero no olvides anotar y pasarme la hoja.
Como goteras llega el resto de los jóvenes.
Otro alumno consulta
¿qué haremos hoy día? Entonces les pido que tomen asiento y se tranquilicen,
son muy inquietos sin embargo no está esa ansiedad que abundaba por la sala el
viernes pasado. Cuando cada uno tiene sus hojas y lápices empiezo a leerles un
resumen de una novela y les pido que escriban su opinión respecto a la actitud
de la protagonista y sus circunstancias de vida. En silencio y obedientes como
niños de jardín realizan el trabajo luego de comentar en conjunto la novela
donde entrego algunos detalles más y les explico la narración. La verdad que
había que pasarles una película sobre el libro, pero lejos de lo que creen en
Santiago, en la penitenciaría no hay data show, no hay computador que se
disponga para la clase…eso no es posible. Les digo que para la próxima clase
veré la posibilidad de un Data y un computador… Entregan los trabajos con su
visión, algunos hacen un poema. Todo lo recibo me interesa que trabajen pero
también charlar, intuyo que ellos lo necesitan ser escuchados por alguien mayor
les interesa y mucho. Varios alumnos que se inscribieron para esta sesión,
abandonan la sala, hasta la próxima clase señorita, debo ir a trabajar,
discúlpeme.
Así es la cárcel,
los internos no pueden ausentarse más de una hora - hora y media de sus
quehaceres, todos hacen algo y deben cumplir. Les pido: niños para la próxima
necesito sus trabajos. Sí señorita, lo haremos. Sin embargo, los alumnos no son
siempre los mismos, van rotando cada sesión, unos porque trabajan, otros porque
no tienen ánimo. Le pesan las rejas, pero no solo eso, el trato que reciben,
ese trato de pertenecer al inframundo, a la escoria social. Muchos sufren
depresión, angustia, ansiedad…dolor, y su único alivio es la marihuana y una
que otra pastilla que les venden en la misma prisión.
Les leo algunos
poemas como segundo trabajo planeado para ellos y vuelven a sus hojas y retoman
el lápiz. Al despedirme la misma ansiosa pregunta: ¿Volverá la próxima semana?
Me dan la mano, unos
me abrazan, no se pierda dice otro con cara de súplica. Les acaricio la nuca y
me despido. Tengo una sensación contradictoria algo de alegría y algo de dolor.
Yo quiero a estos cabros, pienso mientras camino a la guardia a retomar mis
objetos personales: La billetera, el celular mi llavero y las gafas. Hay que
cubrir rápidamente los ojos para que no adviertan unas rudas lágrimas que se
agolpan lento sobre mis mejillas.
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