CRÍTICA LITERARIA
“LOS
OJOS QUE TE VIERON”,
de
Ingrid Odgers
Por
Federico Krampack, 2013
I
Fetiches,
impresión y aves de rapiña
Resulta curioso, desde mi tribuna, lograr realizar acotaciones
y críticas en profundidad de novelas como “Los ojos que te vieron” que, al
primer vistazo, resultan un combo de vitaminas y sobre todo, de algo inesperado
cuando se sabe de antemano que, fuera del rango de género, territorial (no todo
se encapsula en Santiago de Chile, algo que ya exploraremos) o de lo que medio
mundo podría tachar como ‘literatura de mujeres’. Lo cierto es
que la nueva obra de Ingrid Odgers escapa
de la mera definición, y lo más certero es que no se restringe a muchos
formulismos; de hecho uno de sus fetiches es el dolor por el ‘sendero’
de la vida y que no resulta fastuosamente novedoso y dadivosamente estrenado.
Ya lo hemos visto, escuchado y olido más de una vez, algo que recuerda a
títulos hollywoodenses de rigor, entre el calor y los lagrimones superlativos de
Frank Capra, Douglas Sirk (responsable
quizás de los melodramas más hermosos y perfectamente arquitectónicos del cine ‘de lagrimones’ fabricados en la década
de los años 50 esencialmente) o William
Wyler. Pero la verdad de las cosas, es que hay otros prismas de texto y
subtexto que son mucho más interesantes que suspiros y pañuelos por
mortificación personal. Veremos qué acontece.
La orquesta empieza con un
animal tan instaurado en el chip mental de algún cinéfilo que cuesta separarlo
de una obra de arte animada, digamos, “Blanca Nieves y los siete enanitos”. Odgers abre su obra “Los ojos que te vieron” con un ave rapaz. Un ave de presa (o rapaz) es
un ave que caza presas para básicamente alimentarse, utilizando su pico y sus
afiladas garras grandes, fornidas y adaptadas para desgarrar o perforar la carne.
El término "rapaz" se deriva de la palabra
latina rapere, es decir, que se ‘apodera’ o ‘toma por la fuerza’ a la presa. Cuando ya tenemos esta definición a
nivel más macro sobre lo que significa un ave rapaz, consideramos a “Los ojos que te vieron” como un texto
eminente, sin mucha anestesia sentimental, sin mucho arreglo barroco, sin mucho
discurso filosófico peso pesado entre las rejas, que resalta muchas partes del
cuerpo humano que siempre uno, como ente seductor y hambriento por el alma (y
la carne) humana en este caso, quiere
poseer, tomar o amar, o bien, destruir. “Si no hay duda, aves rapiñas rondan nuestras
vidas. Sentimiento de pérdida abrumador, pero los sueños no languidecen”,
expone en un párrafo. La pesada maleta de dudas y tergiversaciones que rodean
la novela desde las primeras páginas se inicia con esa resolución, tan repleta de lectura como de textura. Alex Cox (director de cine británico
que realizó “Sid & Nancy”)
aludiendo a las películas de Stanley Kubrick, dijo en alguna oportunidad que la
ambigüedad es algo grandioso, pero que en el cine y en la literatura estaba
casi prohibida. Dragones, violación, desconocimiento, monólogo interior, comunicación
no verbal; si Odgers lo hubiera acentuado aún más, de seguro habría
alcanzado otro nivel aún más complejo y espinoso, fuera de los lugares comunes.
La imprecisión y ese insistente gusto por romper una línea narrativa, saltar de
un espacio temporal a otro, saltar del estado niña al estado mujer adulta, presentar
un escenario normal para después anormalizarlo con algo de surrealismo
sacado de la nada, saltar de primera persona a tercera, y así sucesivamente,
son elementos claves.
Al comienzo, nombré a William
Wyler o Douglas Sirk, por ejemplo, como referentes de cine sensible (ojo, no
sensiblero) que ahonda básicamente en lo que muchos podrían denominar ‘cine de mujeres’ porque retratan fisuras
y broncas diversas, el choque generacional y en resumidas cuentas la injusticia
social dentro de las casas y relaciones interpersonales de un pueblo sufriente
y romántico, pero la verdad de las cosas es que el tema del género nada tiene
que ver en absoluto con la voracidad (y veracidad) a la hora de leer una novela
como la de Odgers. La forma en que se dirige a su madre (que es una figura
omnipresente desde la primera hasta la última página) es superlativa, natural, rebosante,
y al mismo poderosa y tajante; no se va mucho con cuentos de religión piadosa,
ni con algún discurso modesto de amor filial y amor propio; encara muchos
recuerdos y pensamientos como los que cualquiera podría citar en algún concilio
familiar, y de las maneras más ¿confrontacionales? posibles; recordemos que
estamos hablando de un panorama basado en el antropomorfo Chile del siglo XX y
XXI, entrecruzados, robustos y espantosamente ambiguos en términos morales,
sexuales, económicos, culturales, de familias criadas bajo el alero de décadas
de estiramientos y conductas preconcebidas, de heterosexualidad dominante, de cristianismo imperante y de amor
invisible, todopoderoso, pero que si se manifiesta en el mundo real a la hora de once, significa un
dejo de sentimentalismo, incomodidad y hasta de vergüenza, son como las cosas
que se dicen o se hablan en las películas o en la tele. No todo está tan dicho,
pero sí está presente. Se habla de la enfermedad, se habla del sexo o de lo que
me pasa internamente, pero hasta cierto límite, no todo, no trague, pero sí
mastique. Eso no se toca, eso no es para señoritas, eso no se piensa o se dice
en la Iglesia, y así. Odgers parece condensar todo ese micromundo de pensamientos
vagos, de criticar al penoso y accidentado sistema de salud, de arrebato, de
suma congoja que pareciera humedecerse con sudor o sollozos con el texto a
medida que avanza y de preguntas infectadas en la mente en un relato cotidiano
y llevarnos a una intimidad de carácter solemne, escueto y que se lee con
respeto, pero también con arrojo y textura, con una importante significación
con los colores, la materia y los objetos; madera, lágrimas, puertas, cuero,
vasos, indumentaria, recipientes que parecieran romperse una y otra vez, al igual
que las relaciones de familia, de afecto, de sociedad que se olfatean en la
novela de Odgers, y el asco general que le produce estar en un engranaje social
y hasta desde su género, donde no se acomoda para nada.
¿No es acaso una exquisita asociación
si eso lo correlacionamos con el carácter del ave de rapiña que ella misma cita,
o del cuervo, del tigre, la araña, la vaca, la gallina, la metáfora de los
dragones, del perro con cadena, de la
naturaleza animal que llevamos dentro y que nos ronda siempre, pero que
también reside y se incuba, en mayor o menor intensidad, en cada uno de
nosotros? El crítico
y sociólogo francés Baudrillard ha
señalado que si los animales nos gustan y nos seducen, es porque precisamente
son para nosotros, la raza humana, el eco de esta organización ritual y
salvaje; lo que nos evoca no es la
nostalgia del salvajismo, sino la estrategia, la nostalgia felina y teatral del
adorno, las formas rituales que superan cualquier sociabilidad y que aún nos
hechizan (algo que se explica con el gusto masivo por los gatos, por ejemplo,
porque es precisamente esa ‘devoción’ por el carácter sexual y misterioso que
emiten lo que cautiva). Odgers adorna toda esa bestialidad intrínseca proyectándola
con las representaciones de los dragones,
las aves de rapiña o las arañas (todos ellos que encarnan la
duda, el peligro, el veneno, la intimidación y finalmente la muerte) como si
los humanos fuesen los elegidos para
suplantarlos y hacer como si ellos fuesen
los de cuatro patas o los que tienen sus picos o sus garras listas para despedazarnos.
Todo aquello es lo que le
arrancamos al Otro, a nuestro Prójimo,
a nuestro amante, a nuestro hijo, a nuestra pareja, a nuestros propios padres.
Sacarles los ojos, la Historia, el sufrimiento, la bajeza, la prisión, los
recuerdos, el espíritu. Y eso para un ser humano rapaz, es algo predominante. Y
nada ficticio de imaginar.
II
Alienación,
discrepancias,
rabias
y cantos de vida
Ojos,
manos, pies, labios, cuello, cabeza, brazos; son órganos
y partes de la morfología humana que siempre simbolizan algo en especial, y que
en la obra de Odgers toma fibroso valor. Empieza a resaltar experiencias de
niña, las idas al colegio y a misa, los cafetines y puntos de encuentro clave
del gran Concepción, el verde follaje, el fetichismo
activo con los sabores y los colores, sobre todo con el rojo (presentes en
la manzana que le va a entregar a la profesora, la vergüenza, la ropa y el amor
de madre e hija, la rabia, de hecho es el tono que más prevalece el subtexto de
la novela), el insistente canto de vida y de cariño apasionado hacia la
progenitora hasta el momento de su fallecimiento físico y, por supuesto, esa
inminente maldición al imperialismo del amor donde, paradójicamente, nunca sale tan bien como desearíamos sino hasta el lapso de la muerte
empírica, de carne, de hueso, jamás de espíritu. Odgers también esparce eso en
su propia persona; se enjuicia,
se encrespa, recuerda con asco, se enrabia con sus arbitrajes y su normalidad
que la rodea y enfrasca en tonterías, colapsa, cuestiona el precio de la
libertad personal y se revuelve en una gigante cacerola de irritación y de
entrega que el libro resulta (aún) más exorcizante; de hecho, por momentos,
hasta huele más a autobiografía que simple novela.
“¡Qué
hastío, Dios, qué hastío!”, grita en un párrafo. Es un
hastío atiborrado de esencias y aceite caliente por la sinrazón de la
enfermedad, por qué a mí y a ti no, por el rol del escritor en sí, por
la madre infesta, por qué ellos no y yo sí, por las violaciones mentales y
empíricas, señalando con el dedo todo, por lo horripilante de la atmósfera, por
el recuerdo áspero y el recuerdo preeminente, invadido de madrigales, de miel y
de calor de hogar.
En ese aspecto, hay muchos
episodios de la novela que tienden a elevar un principio que resaltaba un gran pensador
italiano llamado Errico Maletesta de no tener ‘gobierno’, que
Odgers lo irradia y lo encapsula en los roles destinados al hombre y la mujer,
del colegio, pasajes de la misa judeocristiana, y un largo etcétera; muchos ‘imperios’ que se resuelven en entes
comunes y corrientes, en la institución, en la relación de pareja, en los roles
de padres o de la misma literatura, en la religión, en el arribismo, en la
incomprensión, en el deplorable sistema de salud hacia personas de la tercera
edad, el tedio de la rutina que en la sociedad occidental resulta una muerte
social como una olla a presión, en los ritos y en los traumas de la niñez, en
la escolarización, en las imposiciones que todos hemos tenido en más de una
oportunidad, y un infinito etcétera. Todos como seres humanos, desde la cuna
hasta el deceso, queremos la libertad así como el bienestar, el pan, el techo y
el amor hasta por añadidura; queremos que los seres humanos independiente de su
raza, edad, orientación sexual, etnia, género y cualquier discrepancia
occidental, puedan amarse y unirse libremente sin otro motivo que el amor, sin
ninguna violencia legal, económica o física.
Uno piensa en paños fríos: ¿qué
lectura subterránea quiere dar Odgers con un texto como “Los ojos que te vieron”? ¿Una abolición completa por el matrimonio
concebido como tal: americano, despótico, con una cierta belleza de formato triste,
neutro, rectilíneo, hetero-dominante, sin textura ni suficiente ardor? ¿O tal
vez un manifiesto irónico, algo tímido incluso a pesar de toda la rabia que
atraviesa el libro, de una mujer que quiere y que aún le falta romper unas
pesadas cadenas tejidas de manera omnipresente en un Chile, y más en específico
en el entrañable y ultraconservador Sur del país, y que quiere dilatar su experiencia y
perpetuar su pensamiento y su rabia a través de una carta de amor hacia la
madre quizás como el ser humano más
puro de todos? ¿Es su madre el personaje oculto, escrito en clave, que
deberíamos desnudar aún más en el texto? ¿Es una novela feminista, una novela
de guerrilla coral, una novela sacada de una película lacrimógena de Douglas
Sirk a quien nombramos al comienzo, o un vehículo de excusa entendible de alta
pureza contra la institución sofocante y jerárquica de la literatura de masas?
La respuesta es ninguna, y
posiblemente todas las anteriores. El
sociólogo Baudrillard decía que mientras el trabajo se percibe como una
alienación, habría que hacerle desempeñar un papel subversivo, pero en nuestra
nueva logística de interacción hombre-máquina
ya no hay tanto de esa ecuación; a las mujeres antes se les obligaba a
retroceder a sus antiguos papeles de amas de casa, se ofrecían como amantes o
como objetos de placer; después retomaron el género en pie de guerra, y la
historia habla por sí sola. Los viejos hábitos (e injusticias) son difíciles de
matar de raíz, especialmente en sociedades patriarcales seducidas por el
despotismo como la nuestra. El hombre y la máquina están en interfaz. Ya no
existe un sujeto del trabajo. Odgers, en ese aspecto, no es un sujeto de la literatura, y su trabajo parece rescatar en mínimas
cotas lo que significa ser escritor no
perteneciente al artefacto de la muchedumbre y el ranking. En
el texto “La vida sin fundamentos”,
de Henry David Thoreau, éste dice: “Este mundo es un lugar para el negocio.
¡Qué ajetreo! Me despierto casi todas las noches por el bullicio de la
locomoción, que interrumpe mis sueños. Ya que no hay ni día domingo; sería
grandioso ver a la humanidad disfrutando del ocio alguna vez. Sólo existe el
trabajar, trabajar, trabajar. No puedo adquirir fácilmente un cuaderno en
blanco para escribir mis pensamientos; todos tienen las rayas de los billetes y
las monedas. Un irlandés, viéndome cavilar en el campo, dio por supuesto que
estaba calculando mi paga. Si un hombre fue arrojado por una ventana cuando niño,
y quedó paralítico, o los indios lo sacaron de sus casillas, se lamentará por
estar incapacitado para ¡el trabajo! Yo pienso que no hay nada, ni siquiera el crimen,
más opuesto a la poesía, a la filosofía y a la vida misma, que la ocupación
incansable.” Lo curioso es que Odgers, sin ser claramente una autora de
tendencia anarquista como lo fue el mismo Thoreau o de pensamiento más punzante
y disidente, hace (y quizás sin premeditarlo) que muchos pasajes de la novela
tengan un sabor rebosante y de arrebato que celebra una total emancipación de las
ataduras afectivo-materiales y de convicciones ligadas a lo occidental.
Establecimiento,
afectos, gente, la jerarquía del empleo típico y el matrimonio rectilíneo, régimen,
civilización, fe, población, persona, substancia;
lo desarma, lo caza, lo vuelve a desarmar, y vuelve a procesarlo. Odgers no se
contenta con un decreto, porque concibe otro después; no le gusta eso que debería gustarle, sino aquello. Esto no me parece, lo pienso o lo digo, lo
hago. Esto no corresponde, lo diré, lo haré de todos modos, ya lo hice, me
casé, tuve un hijo, estoy cansada, estoy hastiada, estoy enojada, estoy herida,
estoy confortada, lo volví a hacer, separarme, volver a encontrarme, lo
volvería a hacer, a criticar, a reflejarlo, a pelear por ello, y así. También lo señala Malatesta y vuelvo a relucirlo acá,
para el panorama y eco mental: siempre vamos a encontrar a diario gente
aplastada bajo el peso gigantesco de los establecimientos actuales; personas obligadas
a alimentarse pésimamente por la industria del fast-food y la insuficiencia de comida sana (la llamada ‘generación del microondas’) y
amenazadas a cada instante de caer en la miseria más profunda por falta de
trabajo o a consecuencia de una enfermedad; individuos que se hallan en la
dificultad perpetua y hasta tragicómica de criar convenientemente a sus hijos,
que mueren a menudo careciendo de los cuidados necesarios; mujeres condenadas a
pasar su vida sin ser un solo día dueñas de sí
mismas, siempre a merced del patrón, el marido, la fuerza de la costumbre, la
institución, el clan, la Iglesia, y así; personas para las cuales el derecho de
tener una familia y el derecho de amar es una ironía cruel cuando se enfrentan
a la realidad de que no aman a un hombre sino a una mujer y que, sin embargo,
no aceptan de antemano los medios o herramientas que se les da gratuitamente a
lo largo de su vida para sustraerse de la esclavitud política y económica que,
a la larga, resulta aún más espinoso zafarse de ella. La preocupación se
agranda, el agua del vaso se rebalsa, el amor estalla, el odio nace por otra
esquina, vuelve la nostalgia, vuelve la (quizás, recalco) sabia e infravalorada
cuña popular de ‘todo pasado fue mejor’,
el fastidio bombea y los ánimos colapsan: algo que Odgers rescata muchísimo en
el cotidiano y lo hace detonar en su libro.
El relato en su totalidad
pareciera muy coral a ratos, pero no
lo es en substancia, y es precisamente por el punto neurálgico de la novela
(una especie de carta en extenso, hacia la figura de su querida madre y el
impacto de su enfermedad que se ramifica en dolores y pesares que parecen un
gran tejido lleno de cólera social y de enjuiciar a los dioses sobre las
grandes preguntas de la existencia); su abundante devoción y amor hacia la
mujer que le dio la vida hace que todo lo demás pierda foco de atención. El
presente se mezcla con el pasado, vuelva aún más al pasado, retorna con ímpetu
al presente, discute el futuro y así. El espacio temporal no tiene ningún
orden, pero eso en realidad no importa mucho. Además, hay una insistente
relación hacia el recuerdo y la
permanencia; su madre le dice, su madre avisa, su madre aconseja, su madre
tranquiliza. Odgers relata con tregua, gruesas pinceladas y frescura muchas
cosas que quizás la mayoría del lector promedio recordaría con soltura
olvidable, pero no con suficiente detención, como si quisiera conservar
perpetuamente el relámpago de la
fotografía mental, algo que todo el arte y la literatura ostenta en su
médula ósea: conservar, resguardar el
instante, que no se vaya, que se quede lo suficiente para así no olvidarlo
nunca jamás, que nos recuerda al título de la famosa pintura de Salvador Dalí ‘Persistencia de la memoria’. En eso
tomamos la relación con los substancias y las papilas gustativas, los elementos
de la cocina, el horno, el pan, el fuego, el folklore, las heridas de los impactos
sísmicos, el espectro ancestral, el escarmiento de nuestros antecesores, el
cine clásico (citas que realiza a James Dean, Kirk Douglas y otras tantas
estrellas del firmamento universal que si cualquier adicto al cine y la cultura
en general arrinconara, sería imperdonable), los ritos de antaño, los pioneros,
el germen de todo.
Odgers vuelve siempre a lo esencial, a la tierra, a la Iniciación,
al vientre de su madre, como el umbral del mundo y del amor mayúsculo; es
como si tratara de relatar los orígenes de la Biblia desde su propia óptica de
mujer sufriente y templada nacida y criada en un imperio mesurado y chirriante
de infamia, molestia y ofuscación latinoamericana (algo que siempre tuvo una
voz muy disidente como lo fue Violeta
Parra), que toma decisiones y rasguños por igual, que toma la experiencia dura
como si cogiera un mantel de cocina y lo hiciera añicos para reestructurar su
leyenda personal y la de su ramillete de personajes anexos que conforman su
familia y amigos.
III
Crítica vigente y soltura final
También cobra suma importancia hacer
añicos ese mundito de estrellas y estrellitas del sistema arbitrario y
despótico de la literatura nacional (y en términos macro, todos los círculos snob que se forjan en cualquier
ambiente) y que se correlaciona básicamente con lo paradójico, lo torpe y lo
absurdo por excelencia de la vida
misma, que hace hervir la sangre a Odgers, cuestión para nada minúscula.
Si Hedda Hopper (la gran bruja ácida del periodismo del Hollywood de
la edad de oro que arrasaba con todo a su paso) pudiera haberse reencarnado en
alguna escritora en la década del 2000, de piel y de cabeza sureña
latinoamericana, con suficiente lucidez, comprensión y malestar elevado sobre
lo que significa ser escritora en un panorama devastado por el empresariado, la
repugnante política cultural del ranking
y el dinero, y el monopolio de las grandes metrópolis aislando raíces y el
factor generosidad, habría escrito algo como “Los ojos que te vieron”. O los
ojos que quisiera arrancarte, sistema ofuscado por el signo peso, sistema
de amores de fábrica, sistema de cultura ultraprotegida, llena de aves de
rapiña, llena del pituto colonial, lleno de rotería celada, llena de sonrisas fermentadas.
Una voz femenina muy radical
dijo alguna vez que si tuviese que hacer un resumen de la tendencia de nuestros
tiempos modernos, diría ‘cantidad’; la
muchedumbre, el espíritu impersonal, lo dominan todo, destruyendo la calidad. Toda nuestra vida, la producción, la
política, la educación, e incluso el amor se basan en la cantidad, en los
números. Y el relato de Ingrid Odgers pareciera que traspasó todo eso a
corchetazos.
La autora sabe lo que se cuaja
en el sistema de un país tan paradójico y sanguinolento con el arte como Chile,
y sobre todo en la carne del ‘escritor de
segunda’, el escritor de provincia, de calle, de comarca, de zona B, de
zona peligrosa, de zona de terremoto, de zona caliente y resquebrajada; ése que
no necesariamente subyuga el top ten ni
se codea con los Hércules simpatizantes del sistema cultural heredado por años
de la dictadura militar de Pinochet, ni con los lamebotas de partidos políticos
de derecha o de izquierda que salen amplificados por medios de masas como la
televisión, ni mucho menos está con las hermanas Bolocco comentando la obra de
alguien tan radical como Bukowski en las páginas salpicadas de sangre histórica
pertenecientes al fascista Edwards de “El
Mercurio” (algo muy cómico dicho sea de paso si pudiera pasar en la vida
real), ni nada suficientemente dolce vita.
Odgers, en eso, no tiene miedo.
Desmiembra y lo hace con mucho discernimiento para que, en otra lectura más
aterrizada, la novela pase de un relato estremecedor de vulnerabilidad a un
episodio subterráneo de crítica social vigente, o de un inagotable sufrimiento
por la salud de su madre hasta saltar a una potente evocación de los alborozados
y familiares días en que las cuentas del agua o los achaques de estómago, el fracaso
del amor de culebrón hollywoodense, la prepotencia de la vida moderna que
incita al egoísmo y al estrés patógeno que (por suerte) los que conocemos más
allá de la urbe infestada de Santiago de Chile hemos aprendido a desentrañar
con sus pro y contras, o tomar transporte público atestado de contaminación
acústica y visual, no eran complicaciones de primera línea en una sociedad tan
abismante y enrarecida que narradoras como Ingrid Odgers han podido reñir con
suma dedicación. El experimento ha sido intensamente valioso en su franca y
descuartizadora obra que puede dar (aún) mucho más de sí. Nada de mal para
alguien que ha vivido por años junto a aves de rapiña de terno y corbata, y
también de faldas, como ella misma lo ha señalado vívida y vorazmente.
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Ingrid Odgers Toloza, nace en Concepción, Chile, en 1955. Escritora, poeta y
narradora. Tiene estudios de Ingeniería Comercial en la Universidad de
Concepción. A los 22 años comenzó a trabajar en la Cía Cervecerías Unidas en
Concepción, en 1981 ingresa a la Cía. Carbonífera Schwager. Es Programadora Computacional y Analista de
Sistemas de la Escuela de Negocios e Informática de Concepción. Ha
realizado diversos cursos y seminarios de perfeccionamiento profesional, entre
ellos, evaluación de proyectos, análisis financiero, diplomado en
administración y marketing, programación neurolingüística, producción de
eventos y sicología del liderazgo. Se ha desempeñado como asesora en
informática, literatura y gestión cultural, es profesora de informática y
directora de diversos talleres literarios en Concepción, Talcahuano y Lota. Es
co-fundadora del Centro de
Investigaciones Culturales La Silla, y como escritora integra diversas
organizaciones nacionales e internacionales. Fue postulada al Premio de Arte y
Cultura, artes literarias Baldomero
Lillo 2008, región del Bío-Bío. Obtuvo el Premio de Novela Fondo de Apoyo a Iniciativas Culturales 2008 y 2013 de la Municipalidad de Concepción. Su obra
integra la Historia de la Literatura
Hispanoamericana de Polonia, en el 2008.
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Federico Krampack,
nace en
Talcahuano, Chile en 1983. Comunicador audiovisual, autor, poeta y reconocido
DJ de música New Wave y Punk oriundo de Concepción, Chile, Federico (o como su
homónimo, Felipe
Yévenes), desde los 7 años de edad comienza a realizar pequeños
libros artesanales de historietas, biología, cine clásico hollywoodense y
películas de terror. En diciembre del 2002, lanza el primer número de su
fanzine “PLANETA Z” en circuitos de
Santiago y Concepción, publicación independiente que concentra filosofía,
crítica social y anarquismo, pedagogía libertaria y antifascista, iconografía
del rock y del cine, estudios de medios de comunicación de masas, Teoría Queer,
erotismo y sexualidad (acompañada de una gráfica basada en textos intervenidos
y collages hechos a mano), teniendo
un importante reconocimiento con 13 ediciones hasta la fecha. En 2009, se
adjudica el Primer Lugar en la modalidad de Narrativa y publica “Las
reinas sin corona”, con la editorial Animita Cartonera (Santiago de
Chile). El mismo año, es seleccionado por “La fruta y los cuerpos” dentro de
los “Autores Cosecha del Año” de cuentos por la revista EÑE (Madrid, España). En diciembre del 2009, Diario El Sur S.A (Concepción, Chile) lo distingue como uno de los
‘Líderes Jóvenes Del Año’ en virtud de “sus
méritos personales y su valioso aporte al desarrollo de la región”. El año
2010, se le otorga el Primer Premio en ‘Poesía menores de 33 años’ por “La
Nación Que No Miente”, una parodia anticlerical y antinacionalista, otorgado
por la Comisión Bicentenario de la
República de Chile. El mismo año del Bicentenario, es seleccionado por su
poema “Nación Perpetua” para la Muestra Internacional de Arte y
Cultura Contemporánea Chile-Barcelona en el Convent de Sant Agustí (España). El
año 2011, su fanzine “PLANETA Z” es presentado en 2 importantes exhibiciones de
carácter internacional que reúne a libros independientes y de autor (en Nueva
York, EE.UU.; y en Reykjavík, Islandia), ambas organizadas por la entidad Arts & Sciences Projects. Además,
colabora en el primer fanzine de la misma agrupación titulado “Wall Papers”, que tiene su lanzamiento
oficial en la legendaria librería St. Mark’s Bookshop. Actualmente reside
principalmente en Santiago de Chile, trabajando como DJ freelance y escribiendo crítica literaria, columnas y cuentos.
Octubre, 2013
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