“Un dolor antiguo que vuelve y se recrea en el recuerdo.”
Esta novela, la tercera de su autora, es un viaje hacia el pasado, un racconto que comienza con la pérdida de la madre. Pero no hablamos de un matriarcado, de una mujer cuyo determinismo haya marcado a fuego a su descendencia. No, aquí hablamos de las construcciones culturales tradicionales, y de la forma como ellas moldean el comportamiento de lo femenino en una sociedad tradicional, es más, la novela hace el recorrido, nos traslada a la nacencia de todo cuanto ha de conformar la particular visión de la protagonista. Esta novela habla de la incertidumbre, y de cómo esta incertidumbre elabora todos los escenarios posibles de la tragedia, a los cuales, como lectores, nos asomamos para observar con gran curiosidad. Pero el dinamismo de esta novela, su sólida construcción y el ímpetu con que se expone la vida en toda su catástrofe y toda su belleza, nos hace entrometernos, hasta darnos cuenta que estamos también ahí, que de nosotras se trata esta batalla por respirar un aire propio, por crear una palabra que se ajuste a lo que somos y sentimos.
Todo comienza con la muerte de la madre. La madre muerta, en su féretro, y las personas que acompañan su cuerpo y la mirada que, a partir de ese cuerpo que está en su misa de difuntos, antes de ser sepultada, da la hija a toda la vida pasada que las ha unido y separado, según sea la etapa en que han convivido, según los patrones que han acompañado las distintas escenas. Es interesante la forma como se aborda la historia; hay un dolor lacerante y sin embrago, este mismo dolor es impulso. Es decir que en medio de él se sitúa la claridad más absoluta para revisar el pasado. Y es ahí donde, consumida por el dolor y la rabia frente a los que asisten por compromiso a la misa fúnebre, comienza a rememorar su vida junto a ésta madre que no está, pero que se impone como nunca antes, que adquiere diferentes categorías y que, en muchas ocasiones, da la impresión que por primera vez se deja ver en su totalidad para la protagonista. Podríamos hablar de “velos que se descorren”, parafraseando al gran Donoso, a quien la escritora hace guiños en la descripción de ciertos acontecimientos de la vida tradicional y llena de secretos de los hacendados chilenos de años atrás y su comportamiento señorial en los campos. Las múltiples fracturas en la vida de la protagonista comienzan a entreverse ahí, en medio de la idolatría por el dinero y las múltiples bajezas que son aceptadas en su nombre. Es el diario de una familia, pero también es la lectura de las variables posiciones que ostenta el poder y de los subterfugios de que se vale para amedrentar a la mujer en cualquier rol que esta desempeñe; madre o sirvienta. La idea de ser alguien está ligada a la idea de poseer. Desde pequeña, la protagonista comprende esto y lo asimila como una verdad absoluta, así como que la felicidad tiene directa relación con la cantidad de “cosas” con las que puedas contar en tu vejez. Es así como los problemas, los amores y las decepciones están, en su mayoría, determinadas por el candente brillo del dinero.
El texto, que se fractura a ratos, nos traslada del recuerdo de la protagonista a su presente, igual de hostil, pero en el que ella ha aprendido a sobrevivir, aún a costa de engaños y mañas. En este presente ella ha encontrado una forma de rebelarse: la literatura. Y una vez ahí, posesionada de este espacio de libertad, la narración ostenta los diversos giros propios de una mente que, asertivamente, va dando con las claves de todo cuanto le ha sucedido; de los por qué y de qué manera la sociedad le ha determinado. La vida de la protagonista está marcada por la insatisfacción y la incertidumbre y ella lo sabe y lo evidencia. Y es en este sentido donde la liberación tiene estricta relación con la búsqueda de su identidad, la más profunda y auténtica, la que tiene que ser encontrada a pesar de lo que pueda significar en su matrimonio; la ruptura, la soledad, la culpa. Y es aquí, en este episodio de la vida de la protagonista, donde ella evidencia toda su fuerza, y tal parece que nos estuviera diciendo a quien la lee, lo mal que están las cosas, lo que hemos llegado a aceptar buenamente y sin levantar la voz, las distintas formas de poder que nos han obligado a soportar y que nos ha alienado como seres humanos constructores de una sociedad hostil. Debo decir que alabo la fuerza de estos pasajes que se elevan en medio de la soledad, la incomprensión ante una opción sexual y el miedo a ser sacada de ese orden al que ella fue sometida desde pequeña y que aún aletea como” ave rapaz” dentro de su cabeza, diciéndole que será expulsada y que sólo tendrá muchas veces al silencio como única compañía.
“Los ojos que te vieron” se sitúa en la primavera del pensamiento, es decir, cuando recién estamos aprendiendo a pensar en las totalidades, en la tierna infancia que nos aleja de los magnos eventos que se consolidarán más tarde sólo para una gesta; la vida. El libro es un recuerdo que se compone de múltiples asociaciones que logran acometer el alma de cada uno. Porque es sólo en el alma de cada uno donde se maceran la reflexión y la perfectibilidad del pasado. El pasado es perfectible, porque depende siempre de cuanto de él estemos dispuestos a perdonar, teniendo en cuenta que el pasado puede ser tan cambiante como el corazón humano. El pasado y el corazón caminan juntos por estas páginas enmarañadas como la vida, donde muchos de los grandes anhelos vuelven a su categoría de sueños, quizás porque no alcanzaron a ser tal como lo habíamos entrevisto, porque nos equivocamos, porque vimos y creímos lo que no estaba, lo que nunca podrá estar. Esta novela es la historia del poder, en todas sus manifestaciones, y de cómo ese poder afecta, provoca y rebela el alma de cada una de las protagonistas. Acá nadie es libre para escapar de lo que la asedia o somete por el miedo, ya sea mintiendo o buscando satisfacciones fútiles, escapatorias de una noche, todo es válido para hacer frente a la fatiga de tan sólo sobrevivir.
Esta novela, ya lo he dicho, transcurre durante la misa de difuntos de la madre, un momento terrible para quien ama, como la protagonista, a su madre, a quien ve transformarse en pasado. Un pasado que la tira a ella, la que está viva, la que sufre, a seguir, obediente, a esta madre que se le impone con su cuerpo muerto. Y en esta dualidad madre- hija la historia comienza a ser contada. Y quienes leemos, nos damos cuenta que cada una va al encuentro de la otra, como si el cordón, que alguna vez las unió, nunca se hubiera cortado. Y desde sus diferentes trincheras, menos temerosas a fuerza de vida y coraje, todos los eventos se vuelven contables, porque carece ya de sentido sujetarse las máscaras que hubieron de llevar, por generaciones, las mujeres de la familia. Ya no vale la pena mentirse ante lo definitivo. Y ambas pueden ser más ellas, y es entonces que la madre deja que esta hija grite su pasión y su libertad y sus carencias. Grite la palabra creadora que la ha encontrado, grite con miedo y rabia: con certezas. Y deja que despierte a lo único que de veras la mantiene en pie. En este punto la novela, que ha tenido al silencio como un personaje de fondo, aplastante y sólido y terrorífico en medio de la noche violenta e invasiva de los campos, sobre todo para las mujeres, logra ser aplastado, roto por un grito que ha estado, como “ave rapaz”, serpenteando sobre la cabeza de la protagonista, presto a tomarla, no como una presa débil, sino como un desafío, un enfrentamiento ineludible. Como la cita con la vida, con la creación y re-creación de la propia historia, que baila su baile delirante, obsesivo y bello. Alejandra Ziebrecht Q.
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