De tu sangre cautiva
Ingrid Odgers. Editorial Segismundo, 2014, 141 páginas.
LUN, 10 de Octubre de 2014. Por Patricia Espinosa.
Ingrid Odgers. Editorial Segismundo, 2014, 141 páginas.
LUN, 10 de Octubre de 2014. Por Patricia Espinosa.
El sentido de la literatura y la condición de escritora son las problemáticas centrales de esta novela de Ingrid Odgers. Se trata de un volumen profundamente sentimental, que logra instalar una discusión en torno a la mujer en el ámbito de la literatura y en su dependencia de lo masculino.
Odgers propone una protagonista y un discurso reivindicativo de lo femenino prácticamente en la totalidad de su relato; sin embargo, hacia el final, realiza un giro inesperado. Esto produce un modificación radical en la trama, porque no es lo mismo enunciar desde una posición femenina subordinada que desde una masculina dominadora. Es así como la diferencia de género cambia de signo y con ello la globalidad de la historia.
La novela presenta a Isabel Miranda desde una primera persona y mediada por un narrador, en una compleja etapa de su vida afectiva y de su proceso de creación literaria. Es una mujer separada, con diversos fracasos amorosos, profesional, solitaria y, lo fundamental, escritora. Isabel se ubica en el cruce de realidad y proyecto literario, pues la novela que escribe es un registro de todo lo que le sucede desde que se reencuentra con Pedro, una suerte de poeta maldito, a quien había dejado de ver desde los años universitarios.
El estilo romántico constituye el marco de esta historia de amistad y amor por la literatura. Ambos personajes se encuentran en una crisis permanente y comparten una descarnada autoconciencia sobre el lugar marginal que ocupan dentro del campo literario provinciano. A partir de esta constatación, la novela levanta una crítica a la centralidad del quehacer cultural chileno y, particularmente, de lo que ocurre con la práctica literaria. A pesar de lo archirreiterado de estas apreciaciones de parte de los escritores regionales, resulta interesante su presencia en el libro, ya que permite acceder a una visión hiperbólica, pero no por ello menos cierta en algunos aspectos, de la metrópolis, sus literatos y las políticas culturales centralistas.
Desde el comienzo, la narradora mitifica al personaje masculino; no obstante, es relevante que tras esta mitificación señale: “Hablo de un hombre como si fuera un héroe”. Lo anterior revierte el tono elegiaco que la mujer había atribuido al poeta, convirtiéndolo, desde ahora, en una figura mucho más verosímil y cercana: de poeta maldito a cafiche y vividor, ya que el tipo aprovecha bastante bien la situación económica de la narradora, quien se deja llevar, enceguecida, hasta que logra darse cuenta de la realidad y tomar una opción terminal.
Ante el continuo fracaso vital, la literatura aparece en esta novela como el único nicho posible de salvación. Se trata, en cierto modo, de una propuesta que atribuye una funcionalidad trascendental al acto creativo, ya que, a partir de éste, el sujeto degradado podría confrontarse con el orden cultural vigente que estimula sólo a ciertos elegidos. Escribir, entonces, para estos personajes se transforma en una acción sacra que va más allá de la ausencia de lectores.
Por desgracia, el desmontaje de la perspectiva narrativa es un recurso que, en este caso, cambia el foco discursivo de manera radical, adelgazando la diferencialidad femenina. A pesar de ello, el relato no pierde nunca la tonalidad emotiva de sus frustrados personajes, ni la intención crítica, ni la veneración por la literatura.
Odgers propone una protagonista y un discurso reivindicativo de lo femenino prácticamente en la totalidad de su relato; sin embargo, hacia el final, realiza un giro inesperado. Esto produce un modificación radical en la trama, porque no es lo mismo enunciar desde una posición femenina subordinada que desde una masculina dominadora. Es así como la diferencia de género cambia de signo y con ello la globalidad de la historia.
La novela presenta a Isabel Miranda desde una primera persona y mediada por un narrador, en una compleja etapa de su vida afectiva y de su proceso de creación literaria. Es una mujer separada, con diversos fracasos amorosos, profesional, solitaria y, lo fundamental, escritora. Isabel se ubica en el cruce de realidad y proyecto literario, pues la novela que escribe es un registro de todo lo que le sucede desde que se reencuentra con Pedro, una suerte de poeta maldito, a quien había dejado de ver desde los años universitarios.
El estilo romántico constituye el marco de esta historia de amistad y amor por la literatura. Ambos personajes se encuentran en una crisis permanente y comparten una descarnada autoconciencia sobre el lugar marginal que ocupan dentro del campo literario provinciano. A partir de esta constatación, la novela levanta una crítica a la centralidad del quehacer cultural chileno y, particularmente, de lo que ocurre con la práctica literaria. A pesar de lo archirreiterado de estas apreciaciones de parte de los escritores regionales, resulta interesante su presencia en el libro, ya que permite acceder a una visión hiperbólica, pero no por ello menos cierta en algunos aspectos, de la metrópolis, sus literatos y las políticas culturales centralistas.
Desde el comienzo, la narradora mitifica al personaje masculino; no obstante, es relevante que tras esta mitificación señale: “Hablo de un hombre como si fuera un héroe”. Lo anterior revierte el tono elegiaco que la mujer había atribuido al poeta, convirtiéndolo, desde ahora, en una figura mucho más verosímil y cercana: de poeta maldito a cafiche y vividor, ya que el tipo aprovecha bastante bien la situación económica de la narradora, quien se deja llevar, enceguecida, hasta que logra darse cuenta de la realidad y tomar una opción terminal.
Ante el continuo fracaso vital, la literatura aparece en esta novela como el único nicho posible de salvación. Se trata, en cierto modo, de una propuesta que atribuye una funcionalidad trascendental al acto creativo, ya que, a partir de éste, el sujeto degradado podría confrontarse con el orden cultural vigente que estimula sólo a ciertos elegidos. Escribir, entonces, para estos personajes se transforma en una acción sacra que va más allá de la ausencia de lectores.
Por desgracia, el desmontaje de la perspectiva narrativa es un recurso que, en este caso, cambia el foco discursivo de manera radical, adelgazando la diferencialidad femenina. A pesar de ello, el relato no pierde nunca la tonalidad emotiva de sus frustrados personajes, ni la intención crítica, ni la veneración por la literatura.
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